El pasado lunes 7 de noviembre, a las 17:00 h., se inauguraron las VIII Jornadas de Filología Clásica por parte del conocido sociólogo y profesor D. Amando de Miguel. Para aquellos que no pudisteis asistir, aquí os dejamos el texto de su ponencia, editado para su publicación en nuestro blog por María José Ormazabal Seviné, Secretaria de las Jornadas.
MI MÉTODO DE TRABAJO
Amando de Miguel
Amando de Miguel
Cualquier método de trabajo intelectual se halla supeditado a una condición básica: que se tenga o no, de modo constante, un compromiso con la ética del esfuerzo. Es algo que se me ha dado gratuitamente en la socialización familiar y escolar. Mis padres eran emigrantes del campo y enseñaron a sus hijos que había que salir adelante con una notable dedicación al estudio y al trabajo. Luego tuve la suerte de ser educado en magníficos centros de enseñanza, siempre con becas. Hago gracia de estos detalles, que han quedado suficientemente expuestos en mi libro Memorias y desahogos (Infova, 2010).
El resultado de aplicar una primorosa ética del esfuerzo es que se aprende a gozar del ejercicio del intelecto como un valor en sí mismo. La lectura y la escritura han sido actividades que han ido siempre juntas en mi vida y me han proporcionado una fruición extraordinaria. Nunca he experimentado ese tópico de la “angustia del papel en blanco” antes de ponerme a escribir, ni siquiera en los exámenes. Muy pocas veces me he negado a escribir un artículo o una conferencia que me solicitaban por caprichosa que fuera la demanda. Sabía que, por poner el título en la cuartilla, me salía con soltura el esquema de lo que iba a decir y en seguida el texto mismo. Bien es verdad que los originales los corrijo cuantas veces puedo. Ya de paso, adelanto que mi costumbre (o mi manía) es escribir a mano cuartillas utilizadas por el reverso. Sólo últimamente he empezado a escribir algunos textos directamente en el ordenador, pero, aun así, el esquema va a mano en cuartillas. Es un tamaño que permite escribir sentado en una butaca.
En muchas ocasiones me han hecho la pregunta: ¿por qué ha escrito usted tanto? En efecto, he publicado 130 libros y decenas de miles de artículos. Habría que añadir docenas de informes sociológicos que han quedado sin publicar, unos por censura y otros porque se destinaban a un cliente privado. Ni siquiera publiqué mi tesis doctoral o mi memoria de cátedra, dos ejercicios necesarios para la carrera académica. Vuelvo a la pregunta anterior, más que nada porque yo mismo no sé contestarla bien. Quizá he escrito tanto por hábito o porque es lo que sé hacer con menos dificultad. Hay una razón económica menos airosa. Mi experiencia me dice que sólo unos pocos libros de los publicados me han dado un beneficio suficiente. Las conferencias son casi siempre más rentables económicamente que los libros. Aunque también he de confesar que a veces hay conferencias, artículos y otras piezas menores que se hacen gratis. En conjunto, hay que escribir mucho para poder pagar los impuestos y otras obligaciones. No es retórica, los impuestos y tasas de todo tipo se llevan más de la mitad de mis ingresos.
Puesto que la escritura se asocia a la lectura, será preciso que diga cómo ejercito el placer de leer. Casi siempre el libro que tengo entre manos se digiere con lápiz y papel a mano. Es decir, al leer procuro tomar notas. No es una obligación sino una necesidad. No hace falta terminar todos los libros que empiezo a leer. Normalmente, el autor se retrata en las primeras páginas, en los primeros capítulos. Hay volúmenes que no termino de leer o que quedan en el estante de los que tengo que consultar otra vez. Más que un estante es una librería entera, con el tiempo, varias de ellas. Un truco para superar el cansancio que produce la lectura es tramitar varios libros a la vez, quiero decir que no es preciso terminar uno para comenzar otro. Naturalmente, sigo un método de lectura rápida, aunque nadie me lo ha enseñado. Es un producto de la costumbre. Consiste en leer un poco en diagonal, sin tratar de aprehender todas las palabras. Es evidente que la compresión de un escrito es una especie de Gestalt por la que nos enteramos del conjunto, no tanto de todos los signos que contiene. Sólo al corregir pruebas de imprenta de un manuscrito hay que cuidar de percibir todas las palabras y aun las letras. Por eso el autor es un mal corrector de sus textos. Las ideas de un párrafo o de un capítulo se explican mejor al principio que al final. Dicen más cosas los libros colectivos que los trabajos de un solo autor. Esas normas valen más para los libros científicos o los ensayos, no tanto para las obras estrictamente literarias, como la novela. En todos los casos lo que sí cuenta es que se comprende mejor un texto cuando se conoce personalmente al autor. Reconozco que el método indicado de lectura no es muy original, ni pretende serlo. Sólo digo que, si no se lee mucho en poco tiempo, va a ser difícil ponerse a escribir. No todos los lectores son escritores, pero casi todos los escritores son grandes lectores.
Más interesantes pueden ser las prácticas que manejo para escribir. Lo primero es que todo texto -aunque sólo sea la intervención oral en una tertulia- debe empezar por un esquema. Es decir, cuando escribo una pieza, lo escrito está antes en la mente y queda anticipado en el esquema. Un truco para que vengan ideas a la cabeza es, antes de escribir, ponerme a leer cualquier material publicado. No importa mucho que no se relacione exactamente con lo que voy a escribir. No sé explicar esa especie de sinapsis entre el estímulo de la lectura y el menester de escribir; pero, sin duda, se produce. Al principio de mi carrera profesional sentía la necesidad de basarme expresamente en las ideas de otros para añadir yo las mías. De ahí que mis primeras publicaciones rebosaran de citas de otros autores. Ahora no preciso tanto de ese andamiaje. En cambio, conforme he ido avanzando en mi carrera, necesito hacer sucesivas versiones de los manuscritos. Eso se ha visto favorecido por la facilidad de los ordenadores.
El ideal de un escrito es que, antes de darlo por definitivo, reciba la crítica de otras personas cercanas. El clima intelectual español hace difícil esa tarea. Todavía es corriente que esas críticas de otras personas se hagan con timidez, como pidiendo perdón por el atrevimiento. En español, la palabra “crítica” suele tener un sentido afrentoso.
Por muchas versiones que haga de los textos, la conclusión es que nunca los leo terminados hasta que no están impresos. Incluso en ese momento, el texto me parece que ya no es mío, que es de los posibles lectores. Algunos artistas amigos me han dicho que tienen esa misma sensación con las obras que producen. Un buen pintor nunca ve concluso su cuadro; lo termina y lo firma de modo convencional cuando se lo lleva el cliente. En el momento de presentar un libro de nuevo al público, me asalta una extraña inquietud. Siento como si el libro recién publicado ya no fuera mío, sino de los lectores, por lo que me cuesta hablar de él. Lo que me acucia verdaderamente es referirme al libro que estoy escribiendo en ese momento, que es el que considero más mío.
Puede que sea útil explicitar las artimañas que sigo para preparar y dar una conferencia. Es fundamental que esté escrita previamente. Suele ser un texto entre 5 y 30 páginas. La variación es grande; depende del tipo de auditorio y de la temática tratada. La norma es que el lenguaje oral no se corresponde del todo con el escrito. Por eso no hay que leer una conferencia. El texto tampoco deber ser la reproducción de algo previamente publicado. Esa es otra explicación de por qué he escrito tanto. El original de la conferencia no lo leo, aunque sí necesito tener el manuscrito delante. Es el texto que me obligo a entregar al organizador del acto. Una condición esencial es que la conferencia no debe servirse de ayudas electrónicas, típicamente el power point. No es por un prejuicio contra la técnica. Mi experiencia me dice que, cuando el auditorio está pendiente de una pantalla, no percibe bien lo que el conferenciante quiere decir. Es fundamental que haya una comunicación visual entre el orador y los oyentes. He de reconocer que tampoco he sentido nunca el tópico del “miedo escénico”. Aunque también es verdad que, ante una clase o una conferencia, conviene que el profesor entre en el aula con una miaja de nerviosismo. Lo mismo ocurre en los programas directos en la radio o la tele. En la tele yo me preparo con algunos trucos defensivos, como resistirme al maquillaje o proveerme de mi bloc de notas. No suelo hacer ver que tengo muchos deseos de intervenir. Eso me da la ventaja de que, cuando yo hablo, los contertulios no tienen más remedio que escuchar. De esa forma consigo una ración de autoridad.
Todas las piezas menores a las que me refiero -desde las intervenciones orales a los artículos periodísticos- sirven de preparación para la confección de libros. Da un placer especial ver el nombre de uno al pie de un libro, de todos ellos. Reconozco que, por mi formación, he sido un poco disperso respecto a los temas y formatos que he empleado. El grueso de mis publicaciones son estudios sociológicos de tipo empírico, principalmente análisis de textos, encuestas o estadísticas. El modelo para mí mismo han sido los “foessas” de 1966 y 1970 y luego los cinco informes sobre la sociedad española de los años 90 para la Universidad Complutense. Son textos algo pesados, llenos de citas, de datos numéricos y cualitativos. Como es lógico, han sido libros que se han escrito más bien para otros profesionales. Sobre esa base me he atrevido después a una escritura más suelta y enjundiosa, como el análisis de textos: novelas, manuales escolares, artículos de revista. Es fácil comprender el gusto que me ha dado pasar al estadio siguiente: libros propiamente de ensayo sobre los más diversos estímulos de la realidad del momento. Ese género está más cerca de los artículos periodísticos o las conferencias. Desde hace unos pocos años me ha dado por los ensayos de Sociolingüística, como puro aficionado, sin haber estudiado yo esa materia. Esa afición se ha plasmado en una colaboración regular sobre aspectos de Sociolingüística que vierto en Libertad Digital desde hace once años. La práctica de los géneros anteriores me ha llevado, casi sin pretenderlo, a escribir novelas. Naturalmente, son novelas de tipo realista sobre la sociedad actual, la que he vivido. Es otra manera de hacer Sociología, más divertidas y que puede llegar a más lectores. Lo que no puedo evitar es que los personajes de mis ficciones hablen como yo, lo que no resulta muy ortodoxo. Mis novelas siguen más la senda de Miguel de Unamuno que de Pío Baroja, aunque esos dos escritores vascos sean igualmente modélicos para mi gusto. Unamuno me presta su temática intelectual y casi teológica. Baroja me da la pauta del estilo.
Algo tendría que decir del estilo que empapa mis escritos. También hay aquí una evolución según la experiencia acumulada o el género literario que practico. Por ejemplo, a medida que pasa el tiempo, voy aligerando los textos y citas de datos. Es lógico, al principio de mi carrera tenía que demostrar que era un buen candidato para que me proporcionaran una cátedra. Una vez aposentado en ella, me siento cada vez más desligado de ese compromiso y me importa más el público general que los colegas. Esa misma evolución se refleja en el paso de un estilo pesado y hasta barroco, con profusión de anglicismos, a otro más ligero. Desde hace unos pocos años me he impuesto una estricta obligación. La llamo para mí mismo 30x30. La defino así: las frases no deben contener más de 30 palabras, los párrafos no tiene que pasar de 30 líneas. Últimamente he añadido que los capítulos no deben ser de más de 30 páginas y los libros no han de comprender más de 30 capítulos. Puede parecer una norma caprichosa, que se acerca al mito de los lechos de Procusto, pero me va muy bien para facilitar la escritura y después la lectura de los textos. Al mismo tiempo, mi creciente preocupación por el lenguaje me ha llevado a cuidar mucho la prosa, la significación de las palabras y las locuciones. Ese esfuerzo lo llevo, incluso, a mi colaboración diaria en Facebook, donde muchos corresponsales son inmunes a las reglas de estilo y aun de ortografía. Pero se van educando. El escritor nunca olvida su primordial menester de profesor.
Las cuestiones de estilo no deben oscurecer otras más sustantivas. Por ejemplo, aunque muchas veces tengo que escribir o perorar por obligación, lo fundamental es que dentro de mí lo que funciona es devoción. Es decir, escribo porque me apetece y del modo como he aprendido a hacerlo. El aprendizaje con mis maestros de la Sociología (fundamentalmente Robert K. Merton o Juan J. Linz) me ha llevado a la actitud de observar la realidad social con el criterio de “no es lo que parece”. Una consecuencia es que muchas veces me propongo debelar algunos tópicos, a la manera de cómo lo hace Vifredo Pareto. Son enseñanzas que quedan en la memoria como un hábito, una segunda naturaleza. Una consecuencia de esa disposición es el tono polémico, a contra corriente, que tienen muchos de mis textos. Algunas veces he pagado algún precio desagradable por esa actitud mía.
Otra constante de mis escritos ha sido la preocupación por averiguar el origen de los objetos de estudio, incluso de los conceptos o las palabras clave que empleo. No me siento a gusto si no me embarco en la excursión por la etimología de algunas voces. Esa manía quizá sea otra herencia de Unamuno. Claro que el de Salamanca tenía la inmensa ventaja de profesar la cátedra de Griego.
En los estudios estrictamente sociológicos, pero también en los ensayos, me inclino por el método comparativo. Se trata de otro rasgo que me viene de mis maestros de la Sociología. La actitud científica es siempre comparativa. Aquí tropiezo con una tacha inveterada de la mentalidad de los españoles, que es la de resistirse a comparar. Hay muchas frases hechas que demuestran esa resistencia. La más estúpida es que “las comparaciones son odiosas”. Antes bien, las comparaciones suelen ser útiles.
El modo de trabajar varía mucho según los géneros que practico. En las investigaciones sociológicas casi siempre he trabajado en equipo. Normalmente, los colaboradores han sido estudiantes más que colegas. De tal forma que mis investigaciones han sido una especie de prácticas para los estudiantes aventajados. Siempre me lo han permitido los editores, los trabajos en equipo los he firmados con los colaboradores principales. Fuera de esas obras de investigación, las demás han sido normalmente trabajos individuales.
Como se puede comprender por la lista de títulos publicados, lo corriente es que me he visto obligado a escribir varias obras casi a la misma vez. Lejos de ser un obstáculo, esa simultaneidad actúa como una especie de sinergia que estimula la capacidad creativa. Por lo mismo, el hecho de utilizar varios formatos al tiempo (artículos, billetes de Facebook, conferencias, libros, etc.) hace aumentar el rendimiento intelectual. Incluso la participación en debates, tertulias o entrevistas ayuda a la comprensión de la realidad social inmediata. En las tertulias de la radio o de la tele siempre voy provisto de mi bloc de notas, donde también apunto ideas para otras piezas. En los últimos meses me ha ayudado mucho la autoexigencia de publicar un billete diario en el “féisbuc”, como lo llamamos los corresponsales o “amigos”.
Hasta hace unos pocos años siempre escribía a mano todos los originales. En la época de los “foessas” (aún no había ordenadores) llegué a disponer de dos o tres secretarias que me pasaban a máquina mis originales. Desde hace un par de años yo mismo escribo directamente en el ordenador, si bien algunos textos van antes a mano. Ya se sabe que la inteligencia está tanto en la mano como en el cerebro. Los mamíferos tienen cerebro, pero tienen propiamente manos.
Lo fundamental en mi trabajo no ha sido el conjunto de “tecniquerías” más o menos maniáticas que he descrito. Por encima de todas ellas está, como decía al principio, la moral del esfuerzo. Es decir, el trabajo se convierte no tanto en un medio para sobrevivir o ser reconocido como en un fin valioso por sí mismo. Esa es la fruición intelectual, el goce de la cultura. Por eso el trabajo del intelecto no “traba”; es más bien lábor, es decir, el menester que ha de ser desempeñado cada día para sentirse satisfecho.
Málaga, 7 de noviembre de 2011